miércoles, 29 de diciembre de 2010

Una buena: los corsarios de Salgari y de todos los escritores

Una de piratas: el reparto de felicidad, así se llamó una nota que escribí para El Territorio hace un tiempo atrás y de la que no me arrepiento.
Está buena porque trae data interesante...
Léala y me lo comenta.
“Ustedes se han enriquecido con mi piel, me han tenido a mí y a mi familia continuamente en la miseria y aun más que eso. Les pido solamente que, en compensación de cuanto les hice ganar, piensen ahora en pagar mi funeral. Los saludo quebrando mi pluma”.
No puede haber remitente más duro que quien escribiera estas sentidas líneas y los destinatarios –seguramente- deberían haberse sentido mal.
Pero parece que no.
El que firmó esta nota se llamaba Emilio Salgari, tenía 48 años y lo hizo horas antes de quitarse la vida.
La inquina (por no decir odio, tirria, animadversión, aborrecimiento, ojeriza, encono y aversión) que han sentido los escritores hacia quienes tenían que encargarse de publicar sus obras es –según cuenta Osvaldo Soriano- una constante en la soterrada historia de la literatura.
Se necesitan unos de otros, pero la relación ha padecido de estos melindres que han terminado en caso, con situaciones dramáticas como la del creador de El Corsario Negro.
Entre los que más padecieron esta condición opresiva se halla Franz Kafka, cuyo editor Kurt Wolff no desea ayudarlo. Así –conjetura Soriano- lo considera (a Wolf) el responsable de que la humanidad sólo haya heredado obras inconclusas.
Está bien, dirá alguno. Hagamos de abogados del diablo y veamos qué tenemos del otro lado. El propio Soriano en ‘Piratas, fantasmas y dinosaurios’ nos da algunas pistas.
“Hay que reconocer que el sacrificio mayor de los editores consiste en tratar a diario con los escritores que son los seres más desagradables, insolentes y arrogantes de la tierra”.
A confesión de parte, dirían en los tribunales…
En esto, el viejo hincha de San Lorenzo, los cigarros y los gatos da algunas puntas sobre las honorables excepciones. “En Estados Unidos es normal que los autores cobren todos los libros vendidos y –en muchos casos- se cobran por adelantado”.
Y por otra parte, recuerda a Carmen Balcells, la catalana que “inventó” el boom latinoamericano desde Barcelona al mundo y que le devolvió un poco la fe perdida en esa raza tan especial.
Pero ahí se detiene. No hay más y llega a destilar un odio concentrado cuando cuenta el episodio de un “editor” que no era suyo, un uruguayo que lo invitó a una suculenta cena en un sitio top de Buenos Aires con la libación de las mejores uvas añejadas de Mendoza todo para contarle que se había enriquecido editando de manera “trucha” en Montevideo (es decir, sin pagar derechos de autor) varias ediciones de No habrá más penas ni olvidos. “En ese momento me acordé de Napoleón quien fue un gran hombre sólo por mandar a fusilar a un editor”, escribió Soriano.
Estaba claro que toda esa cena y esos vinos los estaba pagando de alguna manera Soriano.
Pero hay más pistas de cómo operan y esto lo da Umberto Eco en El péndulo de Foucault. Porque hay una trama económica impresionante que queda desvelada.
Es notable cómo dentro de una obra de ese tenor (El Péndulo es una saga milenaria sobre templarios, rosacrucianos y demoníacos), el gran semiólogo italiano cuenta -mientras emite igual que Soriano un perfume de rencor- cómo es la modalidad en que siguen operando los editores.
Todo arranca con una sigla: Los AAF. Los Autores Autofinanciado. “Son esas empresas que en los países anglosajones se denominan ‘vanity press’”, ejemplifica.
Cuál es su marketing: “Pocos anuncios en periódicos locales, en revistas profesionales, en publicaciones literarias de provincias sobre todo las que duran pocos números”.
Los “AAF caen a racimos en la red”, parangona uno de los protagonistas.
La técnica consiste en que el interesado en publicar se acerca con su glamorosa creación al editor. Se la deja. A los días, el escritor (poeta, ensayista o novelista) se acerca. El otro le dirá: “Grande, realmente, grande. Para ganar un premio literario”.
Regresará al escritorio, dará una palmada sobre el original ya ajado, (“gastado por una señora de la editorial”) para dar la impresión de varias lecturas. “Y el editor dirá que sobre el valor de la obra no hay absolutamente nada que discutir aunque es evidente que se trata de un libro adelantado para la época y en cuanto a los ejemplares no sobrepasarán los 2000 ó 2500 a lo sumo”.
Y allí el autor ofrece tímidamente participar en los gastos de edición… ¡Para qué! Es lo que está esperando el otro.
El autor recurrirá al banco, a sus fondos de jubilación, vender sus bonos del tesoro, cualquier cosa.
“Mire estoy asombrado: los costos son tanto, imprimiremos 2 mil ejemplares pero el contrato se hará por 10 mil. Unos 200 ejemplares serán para usted para que regale a quién considere pertinente. Otros 200 se enviará a la prensa para hacer una campaña de difusión y los 1600 restantes se distribuirá. Sobre estos ejemplares usted no recibirá ningún derecho pero si el libro se vende haremos una reimpresión y entonces se quedará con el 12 por ciento”.
Aquí empieza la “trampilla” del editor.
Según Eco, la realidad será otra.
La tirada real será de 1000 ejemplares de los cuales se encuadernará solo 350. Irán los 200 para el autor, “una cicuentena para librerías asociadas, otros 50 para revistas de provincia, unos 30 para los periódicos, por si les sobra alguna línea en la columna de libros recibidos y el resto a cárceles y hospitales”.
Un año y medio después, acto final. El editor lo cita: “Amigo, ya se lo decía yo. Usted está adelantado 50 años. Hasta lo han premiado. Pero ejemplares vendidos, muy pocos. El público no está preparado. Nos vemos obligados a despejar el almacén como está previsto en el contrato (que adjunto). O se destruyen los ejemplares o usted los compra al 50 por ciento del precio de cubierta. Es su derecho”.
El autor enloquece de dolor. Los parientes lo consuelan, la gente no lo entiende. No puede ver que su obra irá a papel higiénico.
Y decide volver a endeudarse para comprar su propia obra.
Volvamos a la editorial. Han quedado 650 ejemplares sin encuadernar. El editor hace encuadernar 5000 y los envía contra-reembolso.
“Balance: el autor ha pagado con creces los costos de producción de 2 mil ejemplares. La editorial imprimió 1000, encuadernó 850 de los cuales 500 se pagaron por segunda vez. Así con una cicuentena de autores al año y la editorial cierra con un amplio margen de beneficios”.
Y sin remordimientos, dice Eco, “reparte felicidad”.

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